viernes, noviembre 15, 2024
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Explotación de la goma boliviana

Decadencia anunciada

Javier López Soria

Cuando nos preguntamos por el ocaso de la goma amazónica, la primera respuesta que viene a la mente es la competencia implacable disparada por la irrupción en el mercado global de las plantaciones asiáticas. Sin que esa razón deje de ser cierta, tal vez el cierre de uno de los períodos más prósperos de la economía amazónica merezca alguna explicación complementaria. Lo cierto es que, debido a una singular concatenación de hechos, el boom de caucho llevaba en sí, desde el comienzo, el germen de su propio fracaso. Para finales del Siglo XIX, los botánicos ingleses ya habían conseguido que las semillas del árbol de la goma se reprodujeran en Ceilán, Malasia y la India.
El problema de la infraestructura era particularmente grave en Bolivia, donde por más que la calidad del producto silvestre fuera óptima, pasados veinte años del descubrimiento de Heath, no hubo mejoría sensible en las vías de navegación o en los ferrocarriles. Año tras año, la extensión del área dedicada a la explotación cauchera era mejor conocida y mayor. Hoy no existe comunicación entre el río Beni y el mundo exterior que no demore, al menos, dos o tres meses.
En septiembre de 1912, se esperaba la inauguración del ferrocarril Madeira-Mamoré, pero en realidad ese ferrocarril terminó siendo un monumento a la caída de la industria. Este tren tan esperado, tantas veces proyectado, fue concesionado por el gobierno de Brasil y efectivizado en el Tratado de armisticio de la Guerra del Acre. Por si fuera poco, Bolivia estaba en una posición mucho más complicada que otros países amazónicos, ya que carecía de una salida directa al mar. Se sumaba, finalmente, el encuadre interno de la Amazonia como “tierra de nadie”, abierta al talento y la oportunidad, dada la ausencia de controles estatales.
Nada más apropiado, entonces, que cerrar el retrato de esta decadencia anunciada con la sentencia lacónica del cauchero suizo Franz Ritz: No en vano en esos tiempos se decía popularmente: “Bolivia es el país de los inconvenientes”.
La máquina del progreso había llegado demasiado tarde. Lo cierto es que, por diversas razones concurrentes de índole política, social y económica, Bolivia poco pudo hacer para frenar la debacle gomera.
Quizá influyeron las fronteras volátiles de una zona jamás considerada seriamente, hasta que comenzó a generar riqueza; los conflictos fronterizos en una región en la que el Estado apenas sostenía una presencia simbólica; las luchas internas de poder o hasta las propias dificultades logísticas que imponía la geografía. Varias circunstancias conspiraron para volver poco menos que utópica la idea de una infraestructura moderna, que posibilitara la salida fluida del producto al mercado internacional.
En 1905 se exportó el primer cargamento de caucho malayo por 170.000 kg, con un precio de 1,50$ por libra, mientras que, en el mismo momento, en la Amazonia se pagaba 3$ por la misma cantidad. Si para 1910, Brasil todavía satisfacía por sí solo la mitad de la demanda internacional de goma, para 1918 las plantaciones asiáticas producían más del 80% del total de la goma vendida. En 1900, la cuenca del Amazonas produjo 44.000 toneladas de caucho, mientras que el Oriente asiático apenas produjo 50 toneladas. Pero para 1913, Sudamérica exportaba 36.000 toneladas, mientras que las plantaciones asiáticas producían 53.000. En la década de 1930, por fin, el triunfo de la goma asiática se vuelve irreversible y las 14.000 toneladas amazónicas palidecen ante las 800.000 toneladas asiáticas.
Como en el ocaso de otras economías extractivas, basadas en la plata, el cobre o el oro, que asimismo levantaron poblados e incluso ciudades con el ritmo de su desarrollo vertiginoso, cuando caen los precios de los mercados internacionales, por la aparición de una competencia más eficaz y rentable, la repercusión a nivel social es realmente devastadora.

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