En mayo de 1789, y ante la presión popular del pueblo francés, el rey Luis XVI convocó a un debate de los Estados Generales, pero esta vez cambiándose radicalmente la composición del antiguo Consejo de Estado, en que la representación del clero y la nobleza eran mayoría absoluta. Y ya es anecdótico y elemental que, desde el punto de vista del presidente de la Asamblea, los nobles se sentaron a la derecha y los burgueses a la izquierda, representando los intereses de la aristocracia y la monarquía los primeros, y del republicanismo y las libertades civiles los segundos. Esos fueron los primeros pasos de un liberalismo que, para la época, era toda una novedad, por lo menos en Europa, propugnando el libre comercio y las políticas capitalistas, algo que en la actualidad está asociado a la derecha. Pero de esos orígenes, ya han transcurrido 235 años.
El desapacible espectáculo del socialismo en todo el mundo, donde todavía se practica esta inviable doctrina, evidenció la crisis de sus ideas con énfasis en el más reciente “Socialismo del siglo XXI”, con la impronta de sus promotores que agudizó primero el blanco sobre negro, las tensiones con la derecha que permearon al liberalismo, como si derecha y liberalismo fueran sinónimos. O sea, con un maniqueísmo que terminó taladrando cualquier posibilidad de conciliación.
Y a propósito de la derecha, ésta ha tenido la capacidad de infiltrarse en el liberalismo, el cual, en su esencia más pura, no tiene afinidades programáticas como para confundir una cosa con otra. Es evidente que, en sus albores, los primeros liberales han maximizado el poder de las fuerzas del capitalismo que obedecía a un leitmotiv: el estado de cosas que la efervescencia de un pueblo harto obligó a implementar, pero que en el primer cuarto del siglo actual son atavismos que debieron dejarse atrás.
Luego, el liberalismo no está teniendo la capacidad de adecuar sus doctrinas al tiempo que vivimos, y no es que yo esté aspirando a que cambien los postulados que Adam Smith o, principalmente, John Locke iniciaron con esta corriente de pensamiento; pero una de sus características es precisamente su flexibilidad a pesar de que se sostiene en fundamentos básicos e inamovibles como la iniciativa privada, el derecho a la propiedad, la libertad de expresión, la igualdad ante la ley y otros más, que algunas constituciones de tendencia socialista como la nuestra los prevén, pero que en los hechos no se cumplen, y mucho menos cuando se trata de dar a los privados la libertad de hacer empresa porque es el Estado el que en ciertos rubros monopoliza el mercado; o cuando se trata de la igualdad, porque si algo de estos gobiernos de corte socialista tienen de rasgo característico, es que predican, sin embargo, ninguna igualdad practican.
Es ahí donde el liberalismo ha sufrido un estancamiento, haciéndose irredento ante las demandas de la coyuntura mundial y contra la permisión que sus propios principios pregonan. De ahí que los comunistas y populistas latinoamericanos en general hayan aprovechado prorrogarse en el poder, acuñando una nueva denominación peyorativa: neoliberalismo, y quizá con cierta razón, porque gobiernos como los del MNR o el MIR han implementado políticas traducidas en un modelo de mercado que nos devolvió al capitalismo primitivo y al principio de igualdad antepusieron el de libertad económica sin límite ni control, en condiciones de desigualdad, en abuso de los más poderosos en detrimento de los más vulnerables, incrementando la pobreza y haciendo menos equitativa la distribución del ingreso.
En Bolivia urge la privatización de muchas empresas estatales (no de todas) que no producen otra cosa que pérdidas; pero un gobierno liberal debe tomar el tema con pinzas. Los políticos liberales de la actualidad deben retomar el camino del liberalismo francés, pero no del clásico, sino de las nuevas corrientes que los propios pioneros reeditaron, como casi se hace con toda reedición; es decir, actualizándolo. Eso equivale a tomar el poder y hacer del Estado, un Estado fuerte garantista de la igualdad ante la ley, eliminando los privilegios de los privados, propendiendo a la libertad individual, sí, pero fundados en los tres derechos naturales de este movimiento social: vida, libertad y propiedad privada. Si no quiere desaparecer de la escena del pensamiento y, sobre todo, de la praxis, el liberalismo debe hacer eso.
Augusto Vera Riveros es jurista y escritor.