Recientemente me aproximé a uno de los puntos de inspección técnica vehicular que, por estas fechas previas a Navidad, decuplican sus exigencias técnicas para los ilusos conductores que piensan que pasar la prueba se limitará a la aprobación pericial que les habilite circular el año siguiente en condiciones que garanticen un funcionamiento seguro.
Me hallaba detrás de otro vehículo conducido por una dama que, tras una fila discreta, llegó al punto donde nada es predecible. El efectivo policial le pidió acomodar el tren delantero a una frágil rampa que no ofrecía seguridad. Luego, encender luces, guiñadores, oprimir el freno solo para comprobar si las luces que le corresponden encendían, sin saber si los frenos mismos funcionaban o no. La señora exhibió su extintor que no convenció al uniformado, pues lo quería del tamaño que ni nuestro Batallón de Bomberos debe tener. A continuación, le pidió su botiquín, que era una cajita blanca, de esas que los locales de venta de autopartes tienen por montones, y procedió a mostrarle todos los elementos que ella contenía. El policía parecía estar acorralado, y ante la crucial circunstancia, le pidió un par de tijeras que el envase no tenía. El representante del orden esbozó una sonrisa socarrona para, con aires de triunfo, imperturbable, decirle a la señora —que a estas alturas ya era un manojo de nervios, hecho que me hizo acercarme para oír todo el parlamento entre ambos—, cómo pensaba cortar la gasa que tenía en caso de necesitarla… A partir de ahí procedió a asediarla con exigencias respecto a los insumos de primeros auxilios, como si la incauta conductora fuera una médica o si ante la eventualidad de un hecho accidental con su vehículo tuviera que practicar una cirugía de alta precisión. Me sorprendió que la previsora señora, tuviera en su kit de elementos médicos bastantes más cosas que las que en promedio tienen esos dispensarios portátiles, pero todo fue vano, porque nada logró convencer al “estricto” policía. Y a continuación del vehículo, que por la placa y el modelo que saltaban a la vista era indudablemente una versión 2024 y lucía impecable, vinieron los cuestionamientos al nivel de aceite, del líquido de frenos e hidráulico, casos en los que sus depósitos acusaban un casi imperceptible desnivel por debajo de lo recomendable. El motivo era que —lo dijo la mujer ya con voz temblorosa al policía— su auto aún no había llegado a los 5.000 kilómetros de recorrido, que técnicamente es la distancia recorrida al cabo de la que debe ser sometido a un proceso de mantenimiento, que incluye precisamente el cambio de aceite y otros aditivos.
No sé si finalmente tuvo que pagar para acceder a la roseta correspondiente, porque ante “tanta eficiencia” de nuestros inspectores técnicos, di marcha atrás y me fui del lugar hasta que pudiera montar un quirófano ambulante en el vehículo que manejo y cerciorarme de que ninguna paloma se ensañara con él. Lo cierto es que, para pasar la inspección técnica especialmente cerca de Navidad sin ningún problema, hay que ir con un auto recién salido de la casa o una billetera con más cuerpo del acostumbrado.
Y a todo esto, en los muchísimos años que yo recuerde esto de la inspección, que no tiene otro motivo que el económico, nunca vi a un colectivo o microbús pasando la difícil prueba. Ha de ser seguramente porque en la mayoría de los casos, en esta sufrida La Paz, esos insalubres, inseguros, desvencijados y malolientes motorizados de por lo menos cincuenta años de antigüedad nunca han tenido una falla técnica y su duración es indefinida. Lo importante es que la parte derecha de sus “hermoseados” parabrisas han dejado de ser translúcidos hace muchos años con la impresionante galería de rosetas de las más pintorescas formas y colores y de las que las más antiguas ya ni permiten saber su data.
Con todo, los choferes andan circulando las “impecables” arterias de la ciudad, muy frecuentemente sin luces, y ni hablar de las luces de frenos y a veces sin frenos. Pero, además, y contra todo manual, los intrépidos conductores (de taxis) se deslizan por las empinadas calles, con el motor apagado o la caja de velocidades neutralizada para ahorrar gasolina. ¡Total, qué importa la vida de los demás!
Augusto Vera Riveros es jurista y escritor.