En su ensayo “El mito de Sísifo”, Albert Camus, nos enfrenta a la pregunta fundamental de la filosofía: ¿tiene sentido la vida? Más allá de toda abstracción, Camus señala que el absurdo nace de la confrontación entre el anhelo humano de encontrar sentido y un universo indiferente a nuestros esfuerzos. Este concepto, tan personal y existencial, encuentra eco en la historia de Bolivia, un país que parece empujado a repetir los mismos ciclos sin encontrar una resolución satisfactoria.
La analogía entre Bolivia y el mito de Sísifo no es fortuita. Desde su fundación, nuestra nación nació dividida, con actores políticos enfrentados y regiones desconectadas. La falta de consenso en torno a una identidad común no es sólo un episodio histórico, es el inicio de un absurdo que ha definido nuestra historia. En ese contexto, el intento de dar un sentido unificador a Bolivia ha sido, como en el mito de Sísifo, un esfuerzo perpetuo y condenado al fracaso.
Un ejemplo claro de lo descrito es la Revolución de 1952, concebida como una oportunidad de refundación nacional tras los traumas de la Guerra del Chaco. Este hito, que prometía inclusión y progreso, terminó fracasando al encerrarse en un nacionalismo extremo que limitó el desarrollo industrial y exacerbó las divisiones sociales. Lejos de consolidar una unidad nacional, la revolución generó nuevos absurdos, dejando tras de sí una sociedad aún más fragmentada y desconfiada.
El absurdo no termina allí. El discurso del Estado Plurinacional, promovido en las últimas décadas, ha intentado crear un relato de identidad basado en un “aymarismo” que, más que unificar, ha profundizado las divisiones. La diversidad cultural y étnica, que debería ser motivo de orgullo, ha sido instrumentalizada para establecer jerarquías y conflictos internos, generando una xenofobia entre bolivianos que agravó aún más la falta de cohesión.
Otro de los grandes absurdos históricos de Bolivia es el discurso de la “vuelta al mar”. Si bien la recuperación de la costa es una aspiración legítima, su uso como herramienta política ha creado una ilusión colectiva que desvía la atención de problemas estructurales internos. El mar se ha convertido en un símbolo de unidad efímera, un espejismo que, en lugar de construir progreso, perpetúa nuestra parálisis nacional.
En este contexto, la pregunta de Camus sobre el suicidio adquiere un matiz colectivo. Bolivia, como nación, parece estar atrapada en una espiral autodestructiva, repitiendo errores históricos sin aprender de ellos. Sin embargo, Camus también ofrece una respuesta: abrazar el absurdo no significa rendirse, sino aceptar la realidad tal como es y, a partir de ahí, construir un nuevo camino.
Para Bolivia, esto implica renunciar a la obsesión de encontrar un “sentido país”. No se trata de buscar una narrativa única que una a todos, sino de establecer un marco económico y jurídico que permita a cada ciudadano desarrollarse de manera autónoma. En lugar de imponer ideologías o identidades, el Estado debería enfocarse en garantizar la seguridad jurídica y fomentar la inversión y el trabajo.
Aceptar el absurdo no significa resignarse a la mediocridad. Al contrario, es un llamado a enfrentar la realidad con honestidad y valentía. Bolivia es un país diverso, sí, pero también profundamente fragmentado. Pretender una unidad forzada sólo perpetúa el conflicto. En cambio, reconocer y respetar esas diferencias podría ser el primer paso hacia una convivencia más saludable y productiva.
El camino hacia adelante no es fácil, pero es posible. La historia de Bolivia está llena de intentos fallidos de encontrar un propósito colectivo. Es hora de abandonar ese esfuerzo infructuoso y concentrarse en construir un Estado de Derecho que permita a sus ciudadanos prosperar sin la constante interferencia del Estado o de proyectos ideológicos que sólo generan desconfianza.
La clave está en dejar de ver al Estado como un moldeador de identidades y asumirlo como un garante de derechos. Esto implica reformas profundas, no sólo en las instituciones, sino también en la mentalidad colectiva. La ciudadanía debe dejar atrás el victimismo histórico y asumir un rol proactivo en la construcción de su propio futuro.
El suicidio nacional, al que Camus alude de manera metafórica, no es inevitable. Bolivia tiene la capacidad de reinventarse, pero para ello debe aceptar sus contradicciones y trabajar en función de ellas, no en su contra. El mito de Sísifo nos enseña que la lucha misma hacia la cima es suficiente para llenar el corazón de un hombre. Tal vez, para Bolivia, esa lucha consista en aprender a convivir con su absurdo.
En última instancia, el desarrollo de Bolivia dependerá de su capacidad para transformar el absurdo en una oportunidad. Esto no significa abandonar la esperanza, sino redefinirla. Camus nos invita a imaginar a Sísifo feliz. Tal vez, en esa imagen, Bolivia encuentre una lección valiosa para su futuro.
El autor es teólogo, escritor y educador.