Una generación histórica se define de acuerdo con ciertos hechos relevantes que, de alguna manera y de tiempo en tiempo, calan su conciencia, a menudo traumatizándola, forjando su sensibilidad, dotándola de una inclinación política y, consecuentemente, orientándola hacia una meta definida por ella misma. En su libro Montenegro y su tiempo, Valentín Abecia López, hablando de la Generación del Centenario, esa que vivió los días en que Bolivia recordaba sus primeros cien años como nación independiente, dice: “La generación sin ventura, la llama Frontaura Argandoña, y tal vez tenga razón, aunque se la conoce mejor como la generación del Centenario o del Chaco, en concreto era gente que había nacido a comienzos del Siglo XX y que, al promediar el centenario de la creación de Bolivia, se encontraba entre los veinte y veinticinco años, con el ímpetu y las ganas suficientes como para querer cambiar todo lo cambiable, así como lo incambiable”.
Al igual que aquella Generación del Centenario o del Chaco, también hubo, por ejemplo, una generación del Pacífico, una generación de las dictaduras de los 60, 70 y 80 y una generación que vivió el llamado neoliberalismo de los 80, 90 y principios de los 2000. Cada una de ellas tuvo una mentalidad diferente de las demás y seguramente ideales, frustraciones o prejuicios particulares. Cada una miró, interpretó y desafió de distinta manera la realidad nacional.
En este sentido, me atrevería a decir que ahora existe una generación del bicentenario, es decir, un grupo de personas de una franja etaria común y con una mentalidad relativamente homogénea respecto a ciertos temas públicos o de interés general. Y me parece que se definió con nitidez gracias a dos hechos muy importantes del pasado reciente: el referéndum del 21 de febrero de 2016 y las movilizaciones suscitadas a fines de 2019, luego de las fallidas elecciones generales de ese año. Considero que ambos hechos tuvieron la suficiente fuerza histórica como para generar en los jóvenes de esos años una conciencia con proyección a futuro y un descontento generalizado que originó una mirada más o menos crítica de la realidad contemporánea. Hablo de personas nacidas entre fines del Siglo XX y principios del XXI, jóvenes que, para el plebiscito del 21 de febrero de 2016 y las elecciones de 2019, debieron tener aproximadamente entre dieciocho y treinta años.
El 21 de febrero de 2016 fue un parteaguas. Hasta entonces, el MAS ya había demostrado ser un partido autoritario y ecocida y había incurrido en varios hechos de corrupción. Pero no fue sino hasta 2016 que dio una señal clara de querer prorrogarse indefinidamente en el poder. Los dos años subsiguientes, 2017 y 2018, estuvieron llenos de polémicas respecto al desconocimiento del voto ciudadano de 2016… y 2019 no fue nada más que una consecuencia directa de aquel plebiscito de hacía tres años y ocho meses, cuyo resultado fue desconocido por el poder. Las movilizaciones de fines de 2019, las más masivas que registra la historia nacional, fueron protagonizadas por miles de jóvenes que se sintieron engañados, como también fueron jóvenes descontentos quienes en La Paz armaron barricadas en enero de 1871 para derrocar a Mariano Melgarejo, se movilizaron ante los intentos de prórroga de Hernando Siles Reyes o combatieron en los días de abril de 1952.
La historia suele repetirse, pero nunca retrocede; entonces —mala noticia para los autoritarios— es realmente difícil que esta Generación del Bicentenario, interconectada y, para mala suerte de los nostálgicos descolonizadores, globalizada y firme pasajera de la tan denostada nave de la modernidad occidental, renuncie a los valores inherentes a la democracia liberal y la racionalidad, tales como los derechos humanos, la alternancia en el poder o el cuidado de la naturaleza. Eso no quiere decir que todos los jóvenes, por el hecho de ser jóvenes, serán críticos del régimen ni que ya no habrá más autoritarios que no practiquen las reglas de la democracia; lo que digo es que creo que los más importantes valores democráticos están ya sedimentados, y será muy difícil para los potenciales autócratas deteriorarlos.
Normalmente escribo mis artículos con un tenor escéptico, tal vez incluso desencantado. Pero ahora quiero ser optimista y depositar mis esperanzas en aquella generación —la mía— que en 2016 le dijo no a la reproducción indefinida en el poder de un solo hombre, que en 2019 se movilizó, marchando y haciendo vigilias, cuando todo indicaba que había habido un fraude electoral y que en 2024 marchó en defensa de los animales, los ríos y los bosques orientales. En ella está el futuro y, sobre todo, el presente del país.
Ignacio Vera de Rada es politólogo y comunicador social.