No matarás, no robarás, no… Así lo dictan los decálogos éticos de las principales religiones monoteístas. Igualmente, en todo el mundo, constituciones políticas, normas de buena conducta, reglas y principios de acción son más o menos compendios donde se describe con detalle determinadas interdicciones y las respectivas puniciones ante su incumplimiento, trasgresión o directamente violación. De forma similar a como ocurre con el cristianismo, en el que el “pecado” puede cometerse por acción, omisión, palabra o pensamiento, en el Derecho siempre encontraremos las mismas figuras de interdicción (exceptuando quizás por nuestros íntimos pensamientos, que ningún ser humano puede conocer, salvo nosotros mismos), que si bien remozadas y adecuadas a determinadas situaciones específicas para cada cultura, dada su omnipresencia, vendrían a representar una característica propia de nuestra especie.
Pero sí, podemos asegurar que el castigo es un hecho sociológico e histórico, del cual sólo deberíamos temer sus excesos y sus injusticias, pero no su existencia misma (pues toda punición sirve objetivamente para prevenir los desbordes), ¿dónde quedó la recompensa para las “buenas acciones”? Efectivamente, las recompensas a los logros también han existido a lo largo de la historia, pero en general han sido menos numerosas que los castigos, y en cuanto a su “impacto” –trátense de los actuales premios Nobel o de las antiguas distinciones que recibían los bravos guerreros–, quizás no superen el que producen las máximas puniciones como la horca, la guillotina, el fusilamiento, el linchamiento, etc., como formas desbocadas de la violencia.
Aquí existe una clara asimetría entre el castigo y la recompensa. A no ser que se traten de eventos realmente excepcionales, las recompensas no se las concede normalmente por las pequeñas acciones diarias que se estima socialmente como “buenas” o “benefactoras”, mientras que su trasgresión, o peor, la subversión de las mismas provoca un efecto inmediato, un castigo. Es algo propio de muchas culturas y que data de la antigüedad. Así, para el filósofo Sócrates, es mejor padecer un mal que cometerlo, y si se ha cometido alguna injusticia o mal, es peor aún escapar del castigo que ser castigado… ello por su propio bien y el de la sociedad en que vive. Dicho con discreción, el castigo se impone por sí mismo como necesario y bueno.
Y esto lo vemos cada día, en nuestra vida corriente. Por ejemplo, sea porque en la mañana un joven nos empuje en la calle sin pedirnos perdón, o porque un vecino bote la basura en un espacio público que debiera tenerse limpio, y aunque no exista un castigo efectivo en los hechos, como una reprimenda o un insulto, nuestro rechazo será inmediato. En cambio, un simple gesto de ayuda del mismo joven hacia un anciano, o del mismo vecino respecto de su ciudad, las más de las veces acabarán como una gentil sonrisa, o con un simple “gracias”. Claro está, toda sociedad tiene para sí sus propios criterios de urbanidad y de respeto por los demás, y lo más lógico sería pensar que debieran cumplirse sin que exista un premio de por medio, justamente porque se trata de un conjunto de códigos de convivencia colectiva, a veces no escritos, que se supone todo el mundo respeta y pone en práctica. Y sin embargo constatamos en los hechos otra realidad.
Poco a poco la transgresión, en todos sus sentidos, se transforma en la norma. De hecho, el endurecimiento de las condenas penales, aunque comprensible en ciertos contextos, no debiera ser justificable sin más. Castigar con severidad extrema hechos graves implica una escalada de violencia. Esto porque la lógica de este endurecimiento es una respuesta violenta (legitimada, pero violenta, al fin y al cabo) ante actos de violencia que precisamente se quiere erradicar.
Sí, es cierto que los humanos funcionamos eficientemente a través del “castigo”, pues así lo demuestran la psicología y hasta la biología. Pero también es cierto que la “recompensa”, bien empleada, puede convertirse en un excelente reforzador de determinadas conductas y puede promover buenos comportamientos. Esto exigirá una reingeniería del corazón y de la mente. Y después de todo, si nuestra especie ha sido capaz de logros materiales sorprendentes, ¿por qué no pensar en una sociedad mejor y que evolucione hacia el bien colectivo? Acaso sea una utopía más, pero nunca lo sabremos realmente si no nos ponemos manos a la obra. Premiar las buenas acciones es mejor que castigar las malas acciones.