En estos últimos 19 años han pasado demasiadas cosas como para que las personas con alguna inteligencia no concluyan que el MAS es un partido que no cree en la democracia. Además, algo hay que aprender de la historia… Hace más de 70 años, en Bolivia se instaló en el poder un partido similar, uno que tampoco creía en las instituciones y en cuyos planes no estaba dejar el mando del Estado. Uno de los más destacados representantes del MNR, Augusto Céspedes, decía que la democracia era una patraña burguesa que no servía para resolver las necesidades de los campesinos y los obreros. Por su parte, los ideólogos del MAS trataron de combinar a la fuerza los principios de la democracia con postulados marxistas y postmodernistas. El final es el mismo: el deterioro progresivo de las instituciones. Ambos proyectos, autodenominados revolucionarios, tienen la semilla del totalitarismo y —uno en 1964 y el otro en 2019— salen del poder con hechos de violencia de por medio.
En este tipo de atmósferas, la reacción —es decir la respuesta a la acción “revolucionaria”— puede ser también feroz y poco democrática. Ya varios investigadores sociales, como Hannah Arendt, Max Horkheimer o Theodor Adorno, han llegado a concluir que en ciertos lugares de la consciencia humana se albergan siniestros deseos de dominio autoritario, los cuales pueden aflorar en momentos de crisis políticas, sociales o económicas; el ser humano, pues, no desea verse desprotegido (sin un poder que imponga orden). Es probable que esto sea lo que ocurrió, por ejemplo, en 1930, cuando los jóvenes universitarios derrocan a Hernando Siles Reyes por querer éste prorrogarse en el poder; en 1946, cuando las clases medias se rebelan contra el Gobierno progresista y autoritario de Villarroel; o en 2019, cuando jóvenes de clases medias salen masivamente a las calles y se enfrentan al MAS por los hechos de corrupción de este partido y la violación a los resultados del referendo del 21F.
Resulta, pues, complicado mantener la racionalidad y la sensatez cuando se está en ese tipo de situaciones, no alinearse militantemente en una postura cerrada… No obstante, no hacerlo puede significar, pese al eventual triunfo opositor, la perpetuación de una situación por demás frágil… y creerse la ilusión de la paz. Significa además apostar por un juego de suma cero en vez de por uno de suma positiva o, en otras palabras, enfrentarse al enemigo para aplastarlo en vez de ganar en el marco de la legitimidad. Porque una cosa es “terminar” con un conflicto, pero otra “resolverlo”. Resolverlo es zanjarlo por medios justos, de tal forma que, aunque una de las partes pueda salir perjudicada por la norma, tenga la certeza de que en otra oportunidad podría salir beneficiada. Pero cuando un conflicto se termina por procedimientos injustos, el problema puede retoñar.
Por todo esto, concentrar el voto en el candidato opositor con más chances de ganar es fundamental. Ganar en elecciones justas, y no en las calles o, peor aún, en lo que podría ser una guerra civil, es la clave para garantizar la legitimidad de un nuevo proyecto-país y su viabilidad en el largo plazo.
Pero ¿qué pasa con los actores políticos que no creen en la democracia y juegan el juego de las elecciones con trampas y violencia? ¿Una democracia debe tolerar, no decimos ya al malo, sino al destructor, al que siembra terror? ¿Cuáles son los límites de la tolerancia democrática? En este sentido, creo que las limitaciones gubernamentales al uso de la fuerza como medio de protesta, siempre en el marco de la Constitución y el respeto a los derechos humanos, son necesarias para preservar la misma democracia. Y aquel gobierno que realmente desee mantener el orden deberá implementarlas.
Pero no hay que olvidar que el mejor triunfo será aquel que se dé en las urnas. Si el MAS pierde en ellas, habrá recibido una lección (una más) de democracia, y pese a su histórico espíritu belicoso, su derrota podría ser una suerte de estímulo para que se organice un partido izquierdista más democrático, pluralista y tolerante, pues la izquierda sabrá que, si desea retornar al poder, tendrá que ser por la fuerza de la propuesta y no de violencia.
Ignacio Vera de Rada es politólogo y comunicador social.