La democracia, como sistema político, ha sido ampliamente celebrada por su capacidad de garantizar la participación ciudadana y la igualdad política. Sin embargo, en la práctica, enfrenta desafíos que amenazan su eficacia y legitimidad. Uno de los problemas más urgentes es la calidad del voto, que se ve afectada por prácticas como el clientelismo, la simplificación del debate público y la falta de criterios meritocráticos en la selección de líderes.
El voto prebendal, o la compra de votos, es una práctica que socava los principios democráticos al convertir el acto electoral en una transacción económica. En América Latina, por ejemplo, estudios como los de Latinobarómetro (2023) revelan que un alto porcentaje de ciudadanos ha recibido beneficios materiales a cambio de su apoyo político. Esta dinámica no solo distorsiona la voluntad popular, sino que también perpetúa ciclos de corrupción y mala gestión, ya que los líderes electos priorizan lealtades clientelares sobre el bien común.
Otro desafío es la reducción del debate político a consignas simplistas y emocionales. En un ámbito de polarización y fragmentación mediática, los mensajes complejos y matizados pierden terreno frente a eslóganes que apelan a emociones básicas. Esto dificulta que los ciudadanos evalúen de manera crítica las propuestas de los candidatos, lo que resulta en la elección de líderes que carecen de las capacidades necesarias para gobernar eficazmente.
Platón, en La República, ya alertaba sobre los riesgos de la democracia cuando ésta permite que personas sin preparación asuman roles de liderazgo. Su propuesta de un gobierno de «filósofos-reyes» puede parecer elitista, pero plantea una pregunta válida: ¿cómo asegurar que quienes gobiernan tengan las competencias necesarias? En la actualidad, muchos líderes electos carecen de formación en gestión pública, lo que limita su capacidad para implementar políticas efectivas.
La tensión entre democracia y meritocracia es inherente a los sistemas políticos modernos. Mientras la democracia defiende la igualdad política, la meritocracia sugiere que el poder debe estar en manos de quienes demuestren mayor capacidad. Esta disyuntiva no tiene una solución fácil, pero ignorarla puede llevar a la elección de líderes incompetentes o a la consolidación de élites excluyentes.
Una respuesta estructural a estos desafíos es el fortalecimiento de la educación cívica. Las democracias resilientes requieren ciudadanos informados y críticos. La educación cívica no solo debe enseñar cómo funcionan las instituciones, sino también fomentar habilidades de pensamiento crítico que permitan a los votantes discernir entre propuestas serias y demagogia.
Además de la educación, es clave implementar herramientas que faciliten el voto informado. Plataformas digitales que presenten el historial educativo, profesional y judicial de los candidatos, como las desarrolladas en Uruguay, son un ejemplo de cómo la tecnología puede empoderar a los ciudadanos para tomar decisiones más conscientes.
Otra propuesta es establecer requisitos mínimos de idoneidad para cargos públicos. Esto no significa excluir a sectores populares, sino asegurar que quienes aspiran a gobernar tengan las competencias necesarias. Transparencia Internacional (2024) ha sugerido que estos requisitos podrían incluir formación en gestión pública y experiencia demostrable en administración.
La transparencia es otro pilar esencial. Modelos como el de Estonia, donde los gastos y reuniones de los funcionarios se publican mensualmente, demuestran que es posible combinar participación democrática con mecanismos efectivos de rendición de cuentas. Esto no solo reduce la corrupción, sino que también fortalece la confianza ciudadana en las instituciones.
El desafío no es elegir entre democracia y meritocracia, sino diseñar sistemas que integren lo mejor de ambos enfoques. La voluntad popular debe expresarse a través de procesos que valoren y potencien las capacidades de los líderes. Esto implica combinar participación amplia con mecanismos que aseguren la idoneidad de quienes gobiernan.
La democracia no puede reducirse a un ritual electoral donde el voto se intercambia por prebendas o se guía por consignas simplistas. Para que funcione, necesita ciudadanos críticos, líderes competentes e instituciones transparentes. Solo así podrá honrar su promesa de ser un sistema que sirva al bien común, sin caer en los extremos del clientelismo o el elitismo. Como bien lo expresó Przeworski (2022), la fortaleza de una democracia no se mide solo por cuántos votan, sino por cómo votan y quiénes resultan electos.
El autor es politólogo-abogado y docente universitario.
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