“Una constitución que no es para todos, no es para nadie”, advertía Norberto Bobbio. Y, sin embargo, en Bolivia llevamos más de una década gobernados por una Constitución que no unifica, sino que fragmenta; que no armoniza la diversidad, sino que impone una visión del mundo —legítima, pero parcial— como si fuera el alma del país entero.
La Constitución de 2009, nacida en un contexto de euforia refundacional, se presentó como una tabla de salvación identitaria. Pero hoy, tras quince años de vigencia, su sesgo ideológico y etnocéntrico ha quedado en evidencia. No es solo que el plurinacionalismo haya sido mal implementado: el propio concepto ha contribuido a desdibujar la igualdad ciudadana, a institucionalizar diferencias irreconciliables y a justificar privilegios simbólicos bajo el lenguaje de la inclusión.
Todo Estado necesita símbolos, pero una Constitución no es un poema épico, sino un contrato entre iguales. Rousseau lo diría claro: la voluntad general no se impone, se pacta. Pero aquí no hubo pacto, sino imposición. El texto constitucional fue aprobado bajo presión, con la retirada de voces críticas, y con una Asamblea Constituyente cuya diversidad era más étnica que ideológica. La “refundación” no se dio en términos republicanos, sino sacrales, como si se estuviera escribiendo un nuevo génesis boliviano.
Hoy vemos sus consecuencias: una justicia que no imparte justicia; un Tribunal Constitucional subordinado al Ejecutivo; derechos individuales supeditados a discursos comunitarios; fragmentación legal y simbólica en nombre de una supuesta inclusión que terminó siendo vertical y utilitaria. La plurinacionalidad no solo fue capturada por el Estado: fue diseñada para fracturar la unidad cívica en nombre de una diversidad romantizada y funcional al poder.
No abogo por volver al viejo orden republicano sin más. Bolivia cambió, y eso debe reflejarse. Pero sí creo que necesitamos una Constitución nueva, sobria, austera, despojada de ornamentos ideológicos y metáforas cosmológicas. Una Carta Magna no es un espejo de lo que fuimos, sino un mapa hacia lo que queremos ser. Y ese futuro debe estar hecho de derechos iguales, justicia real y poderes limitados.
Montesquieu escribió que todo poder tiende a abusar de su poder. En Bolivia lo hemos probado una y otra vez. Y por eso mismo, debemos apostar por una nueva arquitectura constitucional que recupere el principio liberal de la separación de poderes, que consagre un control difuso de constitucionalidad —más horizontal, menos manipulable— y que reinvente la justicia no como castigo simbólico, sino como garantía efectiva de derechos.
La Constitución de 2009 fue un capítulo. Pero los pueblos no pueden vivir encerrados en capítulos pasados. Bolivia necesita salir del mito para entrar, de una vez por todas, en la república. Una república sin etiquetas de pureza étnica ni servidumbres ideológicas. Una Constitución para todos. Nada menos.
El autor es abogado.