martes, octubre 1, 2024
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La flor y el canto

Nacido de la hija predilecta de Bolívar, entre juristas y papeles, aprendí desde muy pequeño sobre el valor de la justicia y lo que significa para esta tierra bendita. Pude elegir ser un abogado venerando a la diosa Temis, pero el pasatiempo de un gran hombre terminó por marcarme, me enamoré del sonido que producía la máquina de escribir, de la importancia de las palabras y el arte de colocarlas; fue así que opté por seguir el sendero que dejaba la tinta del birome.
Aún recuerdo aquellos años en que era un adolescente, algo tímido pero a la vez arrogante, siempre orgulloso de su sangre; allá por el año dos mil diez, aquel joven anhelaba dejar de combatir consigo mismo, su alma armonizaba con el alivio únicamente al leer, para luego desahogarse escribiendo acerca de su abismo, escuchando a Nach, Sharif, Zatu o Tyrone González; solo por nombrar algunos, complementaron el entusiasmo que tenía por la rima.
Hice volar la imaginación explorando los recovecos del Parnaso, siendo hospedado por las musas de Apolo; en mi estancia coincidí con Dante en su paraíso, Homero y Virgilio fueron maestros de epicidad que me condujeron hacia el arte de amar del elocuente Ovidio. Bajo el oscuro sol descifré a Yolanda de Bolivia y me embriagué con los fragmentos de Safo.
Recorrí la prodigiosa mente de Cervantes, advirtiendo que en muchas ocasiones fui Quijote, por medio de la prosa de Juan Ramón Jiménez hallé consuelo, de Platero hice mi fiel compañero, inmortal entre cultivos de frambuesa y arándano. De los poemas de Quevedo bebí sabiduría, el amor será constante aún más allá de la muerte, mientras en la tierra poderoso caballero es don Dinero.
Me sumergí en el excentricismo de Lord Byron, compartiendo su forma de pensar, como héroe byroniano fue que encontré sentido a la vida, no volví a vagar. Luego ascendí de las tinieblas en dirección a los ideales de Víctor Hugo y pude inspirarme a través de las contemplaciones que logró atesorar; Edgar Allan Poe y la oscura belleza de sus letras fueron el regocijo de mis noches sin soñar.
Estuve una temporada en el infierno de Arthur Rimbaud, viéndome reflejado en los poetas malditos, buscando hacer una vida bohemia y libre de prejuicios. La depresión se apoderó de mis sentidos, así encontré los fragmentos de un cuaderno manchado de vino y entre tanta oscuridad pude adueñarme de la pasión turbulenta con la que escribía Charles Bukowski.
Por varios meses mi única compañía fue una peregrina paloma imaginaria, me condujo hacia el verso libre de Ricardo Jaimes Freyre, como ave fénix resurgí de las cenizas. El amor, las mujeres y la vida de Mario Benedetti, fueron el combustible que reavivó la llama de la esperanza, en busca de lo perdido fui directo a encontrarme con Borges y su divina sapiencia.
Fui alimentado con melodías que cultivan, escuchando a Sabina por diecinueve días y quinientas noches, de Neruda saqué los versos más tristes, haciendo de su melancolía mi chaleco salvavidas y así volver a enamorarme del amor cada día. Hablé con el Olimpo mediante el ritmo que producía la balada de Claribel, cadencia absoluta de diosas que seguían el compás de su inmensa maestría, gracias a Franz Tamayo descubrí que yo también era poesía.

El autor es comunicador, poeta, artista.

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