martes, julio 23, 2024
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El Palacio Quemado, el Capitolio, Planalto, etc.

No imaginé que en materia de política hubiera algo que nos identificara con democracias que, pese a todo, son muchísimo más maduras que la nuestra. Pero a la hora de exteriorizar las pasiones íntimas de quienes no tienen un auténtico espíritu democrático, las diferencias entre zurdos y derechistas, entre socialistas y fascistas, terminan diluyéndose en el mar de la intolerancia y el autoritarismo.
El recuerdo muy lejano de una clase de historia del colegio me transportó al aún mucho más remoto año de 1875, precisamente al 20 de marzo de ese año. Tales remembranzas me hicieron caer en cuenta de que las miserias humanas y la angurria de poder no son exclusividad de aquellos que promueven la lucha de clases o el izquierdismo, pues entre sus antagónicos ideológicos también hay quienes no están dispuestos a aceptar con honor la derrota, como ocurre en países sumamente desarrollados en sus democracias. Salvo Costa Rica y Uruguay en América —que tampoco están exentos de máculas en ese orden de cosas—, ninguno de los otros estados puede ufanarse de tener democracias diáfanas. Y mientras en los países escandinavos la cultura democrática es un sistema casi de veneración, en nuestro hemisferio es una entelequia que no ha sido aún comprendida. Y a las pruebas me remito:
Exactamente medio siglo había transcurrido desde la fundación de la república cuando en la casa de gobierno, en la Plaza Murillo, hubo varias decenas de muertos y su estructura quedó seriamente dañada por el fuego. Los acontecimientos de ese infeliz día habían sido promovidos por Casimiro Corral, de quien cualquier mérito anterior o posterior al incendio del que en adelante sería nombrado como Palacio Quemado, queda borrado por la manera ruin con la que quiso llegar al poder. Si bien la historia no habla mucho de él, ninguna forma de perpetuación de su nombre es merecida (en La Paz tenemos una calle que lo homenajea).
Los Estados Unidos de América (EUA) tampoco están libres de este tipo de hechos, pues la intolerancia llegó a quien, aunque sea por un mínimo margen, ha ganado las últimas elecciones: Biden. Todo el mundo sabe de la artera toma del Capitolio por simpatizantes del Partido Republicano. Estos hechos, nada casuales, reflejan que los fundamentalismos en la política se proyectan en conductas abiertamente antidemocráticas. Ahora el fenómeno de la intolerancia se ve en el Brasil del expresidente Bolsonaro, quien ha mostrado durante todo su periodo constitucional inclinación a una ideología cuasifascista. Este país, con todo, y pese a haber sufrido su Palacio de Planalto un ataque reciente, tiene una tradición de varias décadas de respeto a las reglas de la democracia.
Los EUA vienen practicando una democracia que por lo menos en el último siglo no ha tenido incidentes significativos. Aun así, el irrecomendable episodio del ataque al Capitolio demostró que la ultraderecha es un capricho de la política en cuyo ideario se esconde el uso de la fuerza para torcer la voluntad popular.
Los golpistas son siempre los extremistas porque no saben el valor de la democracia. Hace unas semanas, en una columna publicada en este mismo medio, sostuve que a la democracia no debemos identificarla únicamente con gobiernos de la mayoría, y que si bien importa el voto popular, la protección de las libertades, la garantía de la discusión libre, pero como este sistema de gobierno es tremendamente exigente, sus méritos están relacionados con ciertas virtudes distintivas que van de la mano de su práctica, como la libertad política que es una parte de la libertad humana, la crítica y el disentimiento, cruciales para considerar el ejercicio de una democracia plena, la cual casi en ninguno de los países latinoamericanos existe.
Sin embargo, uno de los pilares fundamentales del sistema democrático es el respeto a los resultados de las elecciones celebradas en el marco de las Constituciones, porque una elección genuina es, ultimadamente, aquella en que el resultado refleja las preferencias de la sociedad expresadas libremente. Ahora, el que una elección y sus resultados gocen de credibilidad a los ojos de los ciudadanos dependerá del grado en el que sean respetados los principios de la democracia, así como su imparcialidad y transparencia.
Por fortuna, en casi todos los sistemas constitucionales de democracia representativa no es el ganador quien se lleva todo. El sistema de minorías garantiza una democracia genuina, y eso es lo que ocurre o debería suceder tanto en Bolivia, en Brasil, los EUA y otros países en que los radicales, sin importar su orientación, como ya vimos, siempre optan por la violencia que traduce el irrespeto a los resultados.

Augusto Vera Riveros es jurista y escritor.

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