martes, julio 23, 2024
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La administración de justicia en entredicho

La administración de justicia se originó en los países de la tradición iuspublicista (derecho público) romana, una interrelación entre las funciones de gobierno y justicia, por tanto, una combinación entre jurisdicción y administración. Posteriormente, con el surgimiento del Estado liberal que instituyó, entre otros principios, la separación de poderes, que los órganos de la función jurisdiccional sean distintos a las políticas, consagrándose la clásica división de poderes, Legislativo, Ejecutivo y Judicial.
La ideología liberal francesa, sobre la que se fundó el Estado moderno, otorgó un papel secundario a la función jurisdiccional, la redujo a una tarea similar a la administración de los bienes públicos que realizaban los órganos administrativos, como una manera de limitar las facultades interpretativas de los jueces y evitar el abuso del poder que realizaban los juzgadores en los tribunales prerrevolucionarios, afectos a los monarcas en el antiguo régimen francés.
Esta concepción tuvo tal aceptación en los sistemas jurídicos modernos, propios de la cultura del derecho escrito (derecho positivo), que se extendió en la misma medida en que se difundió el proceso de codificación napoleónico. Por ello, algunas constituciones, como la mexicana de 1824, adoptaron la denominación francesa de administración de justicia como impartición, al establecer en su artículo 18 que “todo hombre que habite en el territorio de la Federación tiene derecho a que se le administre pronta, completa e imparcialmente justicia”.
El término de administración de justicia como sinónimo de impartición de justicia, representa la concepción más arraigada en la cultura jurisdiccional en virtud de sus raíces históricas. Igualmente puede interpretarse, en un sentido estricto, como la facultad de gobierno y administración del poder judicial.
Este enfoque promovió la modernización administrativa de los sistemas judiciales, para convertirlos en organizaciones públicas más eficientes y transparentes. Esta ola de reformas impulsó la reducción en la tramitación de los procesos, el abatimiento del rezago de expedientes y la creación de órganos encargados del manejo de los asuntos administrativos no jurisdiccionales del poder judicial, para permitir que los jueces se concentraran en el estudio de los asuntos jurisdiccionales y se desentendieran de los problemas administrativos.
A finales de la década de los noventa del siglo pasado, la administración judicial adquirió un nuevo impulso al efectuarse una segunda generación de reformas judiciales, enfocadas a priorizar el acceso a la justicia, como una estrategia para el combate contra la desigualdad social y económica. Esta perspectiva reformadora se sustentó en la premisa de que el mejoramiento de la impartición de justicia tenía pocas perspectivas si no aparecía acompañado de políticas encaminadas a lograr que los usuarios potenciales del sistema de justicia tuvieran un acceso efectivo a la jurisdicción.
La decisión de reformar esta función estatal fue asumida cuando el sistema democrático empezó a consolidarse y los problemas de la administración de justicia se hicieron patentes, hasta el grado de ser interpretados como los signos de una crisis del Poder Judicial y un obstáculo para la gobernabilidad democrática. Las propuestas de mejorar la situación de la justicia, inicialmente se limitaron a reformas en el marco de la Ley de Organización Judicial, posteriormente, alcanzaron a la Constitución Política.
Las instituciones de la administración de justicia son entidades de carácter técnico y no político (ideal), en otros términos, no debieran estar sometidos a la política, a programas o proyectos políticos y, sobre todo, ser independientes. Carlo Lega en su libro “Deontología de la profesión del abogado” señala que la independencia se entiende como “ausencia de toda forma de injerencia, de interferencia, de vínculos y de presiones de cualesquiera que sean provenientes del exterior y que tiendan a influenciar, desviar o distorsionar la acción del ente profesional para la consecución de sus fines institucionales”. Sin embargo, los operadores de justicia desde hace algún tiempo se han convertido en apéndices de los gobernantes de turno, y, por ende, en su gran mayoría responden a sus padrinos, es decir, están condicionados y deben “pagar facturas”, a la vez, se encuentran en una especie de jaula de hierro (Max Weber), no tienen la libertad individual de decidir y menos de sindéresis.
Mejorar la justicia no es imposible, sino basta recordar a los jueces en Berlín (1740-1786), donde el molinero se atrevió a pleitear para defender sus derechos y acabó ganándole al rey Federico el Grande, es decir, el Poder Judicial se enfrentó al Ejecutivo; en la actualidad se puede destacar lo de Brasil, v. gr. la sentencia del exjuez Sergio Moro en contra de Lula da Silva por el caso Lava Jato (aunque después, fue considerada como parcializada), donde hay jueces independientes, inamovibles, responsables y sometidos únicamente al imperio de la ley, además, son pioneros en la justicia abierta, en la que el ciudadano pasa a ser el eje central de la actuación, siendo el juez un profesional público con un poder de autoridad.
Por ello, es un imperativo que en Bolivia la administración de justicia tenga independencia ante los partidos políticos y autonomía frente al gobierno de turno, para su buen proceder.

El autor es Politólogo – Abogado, Docente Universitario (Trabajo Social – UPEA).

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