domingo, julio 7, 2024
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Caudillos letrados (de antaño) y bárbaros (de hogaño)

En julio de 1923, hace ya casi un siglo, Alcides Arguedas se encontraba en Chatellailon, hacia el occidente de Francia, poniendo punto final a su segundo tomo de su Historia de Bolivia, titulado Los caudillos letrados, que abarca desde la presidencia de Andrés de Santa Cruz hasta la de José Ballivián. En este tomo, Arguedas se muestra ácido como siempre, pero quizá un tanto menos que en sus otros cuatro volúmenes, pues el hecho de que Santa Cruz y Ballivián fueran caudillos con ciertas destrezas y virtudes éticas, hace que el escritor de Pueblo enfermo encuentre atenuantes para que su prosa no destile los raudales de amargura que suele destilar.
Aun así, traza perfiles críticos de ambos: ni el Cóndor Indio ni el vencedor de Ingavi logran cautivarlo completamente. De Santa Cruz dice que era un ambicioso, vanidoso y ávido de lujos: “le gustaban los títulos sonoros y las condecoraciones; las ceremonias llenas de etiqueta protocolar, los honores rendidos a golpe de sonaja y bombo. Su flaco era el prurito de nobleza”. Con Ballivián no es menos incisivo: “Su cultura era muy deficiente a pesar del empeño que había puesto en el estudio; mas la falta de disciplina en sus labores intelectuales y el ardor con que se había entregado a las empresas políticas y militares de la hora, no le dejaron tiempo para especializarse en ninguna materia […] Sin embargo, se interesaba con preferencia en los trabajos del espíritu y no perdía ocasión de fomentar toda suerte de empresas destinadas a enriquecer el acervo común y elevar el nivel mental del país”.
Similares perfiles tenían los caudillos y políticos de la Revolución Nacional o incluso los de hasta hace unos cuarenta años. Quiero decir que no todo era tan gris. En general, eran personas que, al lado de sus miserias, poseían luces. Pues, aunque sin virtudes altruistas, seducidos por la figuración y arribistas como lo fueron muchos desde la época colonial, varios políticos tenían cierto grado de preparación que los hacía solventes para un debate de relativa profundidad, la disquisición sobre temas de ciencia política y la gestión de la cosa pública.
Hoy la realidad es diferente, más bien parecida a la que el mismo Arguedas describió en el quinto tomo de su gran obra de historia: La barbarie en la vida política. En Bolivia hoy sobresalen la irracionalidad y el vacío de doctrinas e ideologías. Digamos de entrada que el caudillismo, aunque sea letrado, es ya de por sí una desgracia social, pero si a él se le suma la banalidad o la ignorancia, el peligro es peor, y eso es justamente lo que existe hoy en la política boliviana, donde caudillos sin lecturas ni estudios desean gobernar y obtienen la simpatía de grandes mayorías para acceder al poder. Eso es lo que son, por ejemplo, Morales o Camacho, líderes antagónicos que arrastran grandes muchedumbres pronunciando discursos demagógicos y maniqueos, que dividen la realidad en dos tajadas fáciles de digerir para las masas que los secundan. Ninguno de ellos, por ejemplo, resistiría un debate con ideas y propuestas de país, en el que no se midan los odios, sino la capacidad dialéctica, creativa y propositiva.
Los políticos de menor jerarquía tampoco están al margen de la barbarie. Últimamente se ha encontrado a un dirigente y dos legisladoras masistas y al gobernador de La Paz en completo estado de ebriedad; incluso un legislador de la oposición fue sorprendido por la Policía conduciendo borracho durante estos carnavales. Esta realidad evoca aquellas bacanales que en los ambientes políticos se desarrollaban durante el sexenio de Melgarejo. (La cultura del alcohol en la política ha postergado y sigue postergando el desarrollo del país, y da el peor de los ejemplos a las generaciones jóvenes que la ven).
Ese Arguedas enfadado por la realidad, poco propenso a rendirse a los pies de una figura humana y poco tolerado hoy por la moda intelectual y las tendencias de izquierda, alguna vez se sintió realmente embelesado por una figura, tanto como para describirla solamente con laudes: Antonio José de Sucre. Sucre, al igual que José María Linares, no pudo realizar mucho en su presidencia porque la pequeñez, la vulgaridad del medio lo terminaron echando del poder, y luego del país. De todas maneras, su huella queda como colosal arquetipo frente al raquitismo ético e intelectual que hoy hace de las suyas en el ambiente político boliviano. De esta manera se refería al Gran Mariscal de Ayacucho el denostado autor de La Danza de las sombras: “Administra con perfecta regularidad, se preocupa de la cosa común, vigila, manda y ordena con la puntualidad y circunspección de un gentleman sin buscar nunca ventajas para sí, con un desprendimiento hasta hoy jamás superado, austero, altivo y generoso. Así pasa por Bolivia, y por eso su ejemplo constituirá siempre en el país el tipo ideal de gobernante”.

Ignacio Vera de Rada es profesor universitario.

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