lunes, septiembre 30, 2024
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Hablar un idioma originario: ¿orgullo o vergüenza?

Sonia Contreras Pérez

La gentrificación cultural según S. Žižek (2012), como elemento de priorización de un idioma sobre otro, ha mellado la idiosincrasia de la cultura en sí, al extremo de que se use la lengua originaria del contexto como adorno por encima de la lengua oficial, o la que se usa en la cotidianidad. Este problema, entre muchos otros, arrastra la pregunta: ¿cómo se considera al idioma originario dentro de un crecimiento cosmopolita que incluye la dimensión educativa? La pregunta se la puede responder (de hecho, se lo hace en varias investigaciones) a partir de los intereses de una generación en vínculo con la concepción de desarrollo y de progreso que establece como medio para un fin más grande; en otras palabras: el idioma oficial elimina a su competencia, que es el lenguaje originario, pero a la vez, lo transforma en parte de su expresión cultural, y ahí es donde aparece.
Si la gentrificación sola es el desplazamiento de una sociedad pobre por una sociedad rica que desea el territorio de los primeros, la gentrificación cultural implica la extinción del idioma originario y, además, en casos más serios, en mero adorno, sometido al idioma imperante.
Ahora bien, ¿por qué sucede la extinción o el no uso de un idioma? Ezequiel Ander Egg (2001) sugiere la idea de que este idioma es parte de una cultura colonizada, y que las personas de esta cultura, al verse limitadas por las condiciones de pueblo sometido a una identidad contraria, decidieron adoptar al idioma colonizador y tomarlo como propio, llegando incluso a crear una mentira sobre la predilección de este idioma aceptado por sobre el idioma originario; este fenómeno, nombrado de varias formas, incluida la teoría del abigarramiento de Zavaleta Mercado, estuvo presente desde siempre en la batalla social y cultural que rodeaba la construcción de nuevas sociedades más globalizadas.
Hablar un idioma originario se ha visto como también algo atrayente en ciertos estratos sociales asociados con la cultura, como bien afirma Levi-Strauss (1952), pero esta atracción cae en saco roto porque el interés de la juventud por un lenguaje previo al asumido, es resultado de la moda. Un ejemplo son los cafés o centros socioculturales, que rescatan al aymara solo para bautizar sus negocios locales a favor de parecer inclusivos y construir una imagen de centro cultural donde el objetivo fuera la convivencia entre la cultura sometida y la cultura que ha sometido a la primera.
En la década de los noventa del siglo pasado, el sistema educativo imperante estaba guiado a partir del enfoque constructivista, cosa naturalizada en la realidad no como una metodología innovadora, sino como una visión de todo el fenómeno educativo, y donde se tomaba a los idiomas originarios o nativos como meras curiosidades. Es más, antes de la instauración de la Ley 1,565 de Reforma educativa de 1992, las y los niños que hablaban alguna lengua originaria eran coaccionados de todas las formas posibles para dejar de hablarla frente a sus compañeros y, de paso, les metían la idea de que no era correcto hablar lenguas de culturas casi muertas. Sin embargo, Patzi (1999) enfatiza que esta violencia sobre culturas se daba incluso en textos escolares, que enseñaban ciertos contenidos desactualizados al contexto regional, sin respeto a la cultura originaria; como si niños y niñas de una región remota de los Andes conocieran de viva imagen a osos panda, o comieran pan en tanto allí, en sus comunidades, comían obleas de quinua denominadas q´ispiña, etc. Esta Etnofagia Estatal repercutía también en la consideración sobre el idioma originario, el desprecio de la cultura originaria y todo lo que tenía que ver con ella.
Los tiempos han cambiado lo suficiente como para declarar la existencia de universidades indígenas, de no rechazar por vergüenza el ejercicio de la lengua originaria, pero siempre existirá el utilitarismo de la cultura dominada como apariencia inclusiva, cuando no será más que un proceso de gentrificación cultural; mejorar y transformarse en una mejor sociedad depende de los ciudadanos y de su capacidad crítica para no instrumentalizar principios intangibles.

La autora es docente investigadora y maestra normalista.

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