sábado, julio 27, 2024
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La incapacidad del Estado con los discapacitados

Hace muchos años que no piso suelo norteamericano, pero cuando lo pisé quedé sorprendido por las habilidades que las personas con discapacidad física podían desarrollar. La paraplejía no era obstáculo para, por ejemplo, que las personas que la padecían pudieran conducir su propio vehículo, al que podían montar y desembarcar sin asistencia de nadie y solo con el control de las herramientas de alta tecnología que sólo los países del primer mundo pueden permitirse. Esa es una muestra de que la vida de un minusválido en países desarrollados tiene una diferencia abismal con relación a la de un privado de sus capacidades naturales en Bolivia.
Pero después de tantos años en que los países ricos avanzan a ritmo vertiginoso, las asimetrías entre quienes tuvieron la desgracia de ciertas discapacidades en Europa o en los gigantes asiáticos, por un lado, y los nuestros, por otro, todavía se han profundizado más. Eso en cuanto a la posibilidad tecnológica de suplir mediante aparatos ingeniosos o prótesis los movimientos que por sí solos no podrían hacer, o los miembros que les pudieran faltar. Pero cuando hablamos de los beneficios sociales que este segmento de la sociedad recibe en países con sensibilidad social, la realidad de ellos y la nuestra es también abrumadoramente distinta.
El 15 de octubre se conmemora en Bolivia el Día Nacional de las Personas con Discapacidad, instituido mediante DS 27.837 de fecha 12 de noviembre de 2004. Y en ese marco, la sociedad debería alcanzar una profundización en la percepción que las personas con discapacidad pueden o deben tener acerca de sus derechos, sobre todo porque la mayor parte de las discapacidades son permanentes o no tienen posibilidad de una recuperación total, lo cual, como en tantas patologías, muestra los límites de la ciencia médica, lo que deriva en una estigmatización, marginación y desviación de la persona en condición de discapacidad. Entonces, en países como el nuestro, en los que su poca cultura hace que ver un discapacitado grave en la calle se traduzca en una conducta discafóbica, en lugar de otorgarle más bien un trato preferencial, tendría que aplicarse el modelo de discapacidad social que postula que la discapacidad no es solamente lo derivado de la enfermedad de la persona, sino el resultado de condiciones, estructuras, actividades y relaciones interpersonales insertas en un medio que en mucho es creado por el hombre. Por ejemplo, una persona en silla de ruedas no tendría muchas dificultades si la sociedad contara con todos los requerimientos (plataformas, ascensores, vehículos, etc.) que harían que su linde con la “normalidad” no fuera incapacitante, o una persona ciega no tuviera inconvenientes al estudiar, si toda la literatura estuviera escrita también en sistema braille y tuviera un perro guía.
Todo lo anterior me trae a la memoria el indolente trato que el Gobierno de Evo Morales profirió en el año 2016 a una marcha de más o menos quinientos discapacitados, la mayor parte en silla de ruedas, que reclamaba un bono de Bs 500 mensuales y que aquel calificó de irracional. En ese entonces la Policía arremetió como si al frente tuviera un ejército bien armado de delincuentes prontuariados. Los gases lacrimógenos y pimienta encontraron destino en varios rostros de quienes, luego de cien días de marcha, pretendían ingresar a la Plaza Murillo, con legítimo uso del derecho a la protesta, al de libre tránsito y de petición.
Como en todo su largo Gobierno, Evo Morales hizo caso omiso a las reivindicaciones de sectores que no representaban en lo político provecho para el régimen; pero en el caso particular de los discapacitados, empleó una fuerza descomunal frente a la indefensión de los protestantes, con una clara actitud discriminatoria e inhumana.
Pero ese pasaje fue solo una expresión del trato desigual permanente a quienes por imperio de la Ley 223 de 2 de marzo de 2012 deberían ser ciudadanos a los que también se beneficie con bonificaciones y programas de inserción social. Se les negó el trato preferente, sus derechos humanos, la igualdad en dignidad, la no discriminación, la inclusión, la igualdad de oportunidades, la no violencia y la asistencia económica estatal, principios normativos que, al parecer tal Gobierno insensible, y también los que le han antecedido y los que le han sucedido, no se los han pasado ni por el forro. Tenemos una ley romantizada, pero aquello de cumplir lo estatuido ya es otra cosa. El papel aguanta todo. ¡A quién se le ocurre que un poco menos de Bs 100 mensuales —que es el monto que los discapacitados entonces percibían por su condición minusválida y por eso demandaban su incremento— era suficiente para llevar una vida digna! Y, de todas maneras, la actitud de los gobiernos hacia los discapacitados tiene que ver más con la solidaridad —tan proclamada por el socialismo— que, incluso, con la propia ley.

Augusto Vera Riveros es jurista y escritor.

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