Los lujos del ser humano, con el tiempo, se convierten en necesidades irrenunciables (por ejemplo, Internet o los teléfonos inteligentes), las necesidades se hacen insatisfacciones esclavizantes y todo ello hace que nada de lo que se inventa pueda darnos la anhelada felicidad ni pueda aproximarnos a ella. El filósofo Kierkegaard alguna vez dijo que “el goce decepciona, pero la posibilidad no”. La esencia de esa premisa fue divulgada por muchos escritores, filósofos y hasta religiones (Goethe, Schopenhauer, Nietzsche, Kipling, Kazantzakis, Bauman, Galeano o el budismo) de diferentes maneras y con distintas palabras, pues seguramente presentían que la vida se aceleraría y que el ser humano dejaría de lado el placer de la quietud: la contemplación de una puesta de sol, el romanticismo en pareja, la lectura de una poesía o una novela, etcétera.
El capitalismo, junto con todos los beneficios que tiene, posee al mismo tiempo dos efectos funestos: el consumismo y el mercantilismo, que son los que direccionaron a la humanidad hacia la aceleración de la vida. Las universidades estrenan cada vez más carreras técnicas y especializadas en desmedro de las humanísticas, que son las que brindan una visión panorámica del mundo y la naturaleza, y los trabajos tienden a mecanizarse más, pues ahora importa mucho más enriquecernos materialmente que espiritualmente, y esta realidad, pese a que habitemos un mundo más interconectado e informado, desemboca en incertidumbre y sensación de vacío.
La contemporaneidad tiene el sello de la sociedad de consumidores, que abarca toda la realidad existencial del ser humano: vida laboral, sexualidad, entretenimiento, vida familiar. Antropológicamente, podría representar una nueva era en la historia, pues, junto con la digitalización, significa un quiebre en el relacionamiento con los otros e incluso en la autopercepción individual. No solo los bienes materiales, incluso las emociones son ahora productos del mercado, susceptibles de venta y compra, algo que nunca antes ocurrió. El mercado de placeres es como una inmensa feria que hace que la satisfacción nunca llegue a ser plena. Y así, habrá que preguntarse si las aplicaciones de citas a ciegas y exprés, las de ventas por Internet, el torrente de información que circula en redes sociales o los miles de series y películas disponibles en Netflix o Paramount+ nos facilitan la vida o siquiera nos reducen la sensación de vacío.
La adicción al consumo es muchas veces inconsciente y dolorosa, ya que mientras más se consume, más se quiere consumir. Hay estudios que afirman que el consumo inmoderado de redes sociales, por ejemplo, libera una sustancia parecida a la que se libera cuando se consumen ciertas drogas o se es adicto a ciertas cosas, sustancia que estimula en el cerebro el deseo de más novedad y placer rápido. Es por eso que el éxito del consumismo se explica no por la cantidad de lo que se puede consumir, sino por la de cuánto quiere el ser humano consumir, que es diferente. Entonces habrá que considerar emanciparse o por lo menos cuestionar estas dinámicas de rendimiento agotadoras, tratar de escapar de la tiranía de la mercadotecnia y la publicidad, que son los brazos operadores del mercantilismo. No hablo de renunciar a los teléfonos inteligentes o los ordenadores, que se han vuelto casi extensiones de nuestros cuerpos, sino de dejarlos por un momento para volver a recordar que somos de carne y hueso. Amar los procesos, el camino, el trayecto, más que la meta, el final o el objetivo, puede hacer que hallemos un placer no tan evanescente, no tan efímero, quizá más real, y de hecho no tan dañinamente adictivo como el que nos da la celeridad consumista, la cual, al final, consume al propio sujeto, el cual termina triste y exhausto.
Que en este 2024 las sociedades se regalen más tiempos de espiritualidad, contemplación y recreo, pero no con pantallas luminosas, sino con la naturaleza y la pausa, ya que ésta puede ser un fin en sí mismo. Para cerrar esta columna, coloco una cita optimista de la pluma de Tagore: “Si no puedo cruzar una puerta, cruzaré otra o haré otra puerta. Algo maravilloso vendrá, no importa lo oscuro que esté el presente”.
Ignacio Vera de Rada es profesor universitario.