sábado, julio 6, 2024
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La espada en la palabra

Reflexiones sobre la tecnificación de la universidad

Ignacio Vera de Rada

Lo que hoy es la universidad en nada casi se parece a lo que fue la universidad en sus orígenes. Aquella, cuyos más lejanos precursores podrían ser la Academia platónica, el Liceo aristotélico o el Jardín de Epicuro y cuyo nombre latino (universitas) hace referencia a la universalidad, debido a los cambios de las necesidades del mundo, se va pareciendo más a un taller de técnicos que a la gran casa de la cultura universal que fue en sus inicios. Las primeras universidades europeas —como la de Bolonia, la de Salamanca o la de Oxford— y latinoamericanas —como la de San Marcos o la de Córdoba— tenían el objetivo supremo de resguardar la cultura y además forjar lazos de comunidad entre sus integrantes. Empero, estos dos objetivos se están viendo cada vez más debilitados en las más modernas casas de estudios superiores.
No tengo datos cuantitativos, pero sí la sensación de que, al menos en el centro universitario donde actualmente trabajo, el número de estudiantes de carreras técnicas es cada vez superior respecto al de carreras humanísticas. Como casi siempre es el mercado el que impone su voluntad en las acciones del hombre, esta demanda creciente lleva a los rectores de las universidades a implementar en sus ofertas académicas carreras nuevas y vanguardistas. Y está bien que lo hagan, pues la universidad, como la política, el lenguaje y casi todo en este mundo, no podía marchar ajena al cambio de los tiempos. (Me da curiosidad la cara que hubiese puesto un monje erudito de Bolonia si hubiese sabido que en algún momento habría una carrera llamada Diseño Digital, o lo que hubiera sentido un matemático y jurista de Cambridge si le hubiesen dicho que unos siglos más tarde la universidad ofrecería una carrera llamada Marketing y Logística.)
Sin embargo, las carreras nuevas y las nuevas universidades, influidas por la obsesión de lucro y productividad, han dejado de lado el resguardo de la cultura, la investigación por la investigación misma y, lo más lamentable, el establecimiento de lazos humanos entre sus integrantes, cuyo fin era la formación de comunidades solidarias y responsables de su futuro. Todo esto, obviamente, obedece al ritmo acelerado en el que actualmente se mueve nuestro mundo líquido, un mundo que está ceñido al capitalismo (cuyo hijo mayor se llama consumismo), a la inmediatez de las comunicaciones y a lo que Ernesto Sábato llamó “tecnolatría” (la creencia de que la técnica es la solución de todos los problemas humanos y de que es sinónimo de desarrollo).
Las nuevas demandas de la humanidad requieren ciertamente las destrezas técnicas de un ingeniero ambiental, las de un licenciado en Marketing y las de un graduado en Ingeniería Automovilística, ya que las de un filósofo, un matemático o un teólogo serían incapaces de proponer medidas para paliar el deshielo de la Antártida, delinear campañas publicitarias de fundaciones ecologistas o diseñar automóviles eléctricos, cosas que el mundo actual exige perentoriamente. Sin embargo, ¿no será también prudente colocar tras el tamiz de la crítica esta formación casi absolutamente técnica (léase deshumanizada) que se está impartiendo a las nuevas generaciones? ¿No será oportuno reflexionar sobre cómo verán el mundo y la sociedad las masas de graduados de este tipo de carreras ultra especializadas? ¿No será sensato cuestionarnos si este sprint educativo hacia la tecnificación de la universidad (y de la vida) nos llevará realmente a un desarrollo integral, uno que no solo rinda culto al cemento, la generación de dinero o la fabricación de robots, sino que también cultive la civilidad, la democracia y los valores morales, que son los que hacen del hombre un ser consciente de su condición y su tarea en la comunidad?
Por suerte, en el mundo todavía existen universidades de investigación que se esfuerzan por otorgar valor al saber universal y humanístico y por defender y aun divulgar la gran cultura universal. Pienso que quienes amamos las humanidades y las consideramos vitales para una convivencia civilizada entre sapiens, debemos defender a capa y espada la presencia de Platón, Montaigne, Buda, Jesucristo y Goethe en los claustros. Ellos, que parecerían ser más de siglos pasados que del presente o del futuro, podrían tener ciertas claves existenciales que buscamos afanosamente hoy.

Ignacio Vera de Rada es profesor universitario.

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