sábado, julio 27, 2024
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Hechos que dejan huellas

Ernesto González Valdés

Cuando son décadas de impartir clases, muchas huellas puedes haber dejado en tus cientos de miles de estudiantes, a su vez en ti acciones puntuales “te mueven el piso”, te conmueven, te regocijas por lo real-maravilloso que es ser docente. Sin duda que cada persona que asume este rol habrá de tener experiencias: tanto agradables, como frustraciones, que podrá rememorar al leer esta nota.
Recientemente recibí una invitación a través de una red para entablar comunicación, al ser un tanto cauteloso sobre ¿quién podría ser?; demoré unos momentos hasta que decidí escribir la palabra “aceptar”.
En tres décadas pasan muchas cosas, una estudiante que se profesionaliza, que alcanza sus sueños mediante el don de la perseverancia, sin importar su discapacidad física, lo cual no constituía motivo para ser excluida por sus compañeros(as) de clase, sino que, por el contrario, era recibida con sonrisas, por voluntarios que se peleaban entre sí para que, una vez que sus padres la dejasen en la entrada de la escuela, conducirla al aula en su sillón de ruedas y colocarla muy cerca de su profesor(a).
Su grupo la admiraba, no por ser condescendiente con ella, al contrario, por su escudo mágico de inteligencia, de participación, de aportes, por ser la primera siempre en la entrega de tareas, por ayudar a quien plantease una duda o solicite colaboración para un trabajo propio de la asignatura.
Ella tuvo en mí un impacto indescriptible –venía de impartir clases en una universidad, cuyo perfil era la formación de profesores, jóvenes de otras edades, otros intereses, otras metas, otros sueños–, al ser una estudiante de apenas noveno grado (o tercer año de secundaria), en mi rol como formador desde una posición anterior de conferencista (*), se trataba de sacar de uno, toda una serie de valores, como el amor, la comprensión, la tolerancia, la paciencia, el saber adaptarme a algo nuevo, lo que a partir de ese momento me hizo ser más humano.
Terminó el año escolar, pasé nuevamente a la enseñanza superior, y dejé de verla físicamente. Años después -en un medio escrito digital o red social, no recuerdo bien para ser honesto– supe de ella, al ser la mejor graduada de su carrera universitaria, con honores. Tal hecho me generó alegría, la satisfacción por el deber cumplido: al entregar a la sociedad jóvenes íntegros, capaces de cambiar el mundo con su accionar.
Su mundo no se detuvo con su nueva profesión: psicóloga, sino que se convirtió en directora de un pre escolar o prekinder.
Vía chat conversamos sobre qué hacía ella en este momento, aproveché para compartirle mis e-book, para su profesorado, como regalo que mencionaría como especial, ¿por qué?, por su ejemplo para sus estudiantes, padres de familias, profesores.
Hablamos –chateamos– durante unos minutos, y posiblemente mi corazón latía por encima de lo normal, sin tener en cuenta la subida de presión controlada. Por supuesto, no nos despedimos: se comprometió a seguir mis escritos.
Concluí con un ¡muchas gracias!

(*) Principio de la década de los 80 del siglo pasado, donde del docente su rol era otro.

El autor es Licenciado en Ciencias Pedagógicas.

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