sábado, julio 6, 2024
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Contra viento y marea

Dos siglos de la Novena sinfonía

Augusto Vera Riveros

Lo mismo que pasa con la novela en la literatura, la sinfonía puede ser considerada la reina en la música clásica. Aclaro que no soy docto y estoy lejos de serlo en materia de música, y mucho más de música clásica. Por tanto, las líneas que siguen no pretenden, lo cual sería acto de soberbia temeridad, hacer un análisis técnico de una de las principales piezas de la música occidental en toda la historia del mundo.

Pero también dejo sentado que felizmente, en medio de tanto ruido que la gente se ha acostumbrado a escuchar y aún pagar para escuchar en vivo, existen muchas composiciones musicales cuya belleza de sus notas puede traducirse en un arrebatamiento para el alma; luego, no hay necesidad de ser un erudito, porque el sentido del oído —aunque no el de todos— es capaz de distinguir una declaración musical coherente de una sucesión de notas y mensajes literarios que más bien son una amenaza a esta que la tradición ha venido en llamar el idioma universal: la música.

Al sordo más virtuoso de la humanidad le debemos que del canon de la bella música forme la Novena sinfonía. Y tanta es la hermosura de cada acorde, que al compararlo con las mescolanzas que nuestros oídos no pueden evitar escuchar por todas partes, uno mismo desearía ser sordo solamente para evitar torturar los oídos con las vulgaridades con que, en nombre de la música, osados intérpretes se encargan de injuriar a esta categoría de las bellas artes. La Novena sinfonía con seguridad es de las que más honor hacen a la perfecta combinación de ritmo, melodía y armonía.

Lamento decirlo, pero prefiero hacerlo. Dentro de la música folklórica nacional, que con fanatismo se corea ante la proliferación incontenible de intérpretes que en muchos casos los tenemos como invalorables expresiones musicales, victimizándonos cuando sus ejecutantes son extranjeros, existe un buen porcentaje de títulos que nada dicen, que ningún valor artístico tienen o que únicamente son discriminatorios frente a la dignidad de las mujeres, que nuestra incultura toma como ocurrentes chistes. En fin…, en esta materia bien podría desafiarse la célebre fórmula física de Einstein que enseña que todo es relativo y nada es absoluto, porque géneros como el reguetón o el rap exceden a cualquier consideración de que hay música para todos los gustos.  Son solo dos ejemplos, porque hay mucha de lo que el vulgo llama música y que no pasa de ser algo horripilante, de patéticos sonidos que especialmente los millennials adoptan y aceptan como prueba de una decadencia de las sociedades más subdesarrolladas en lo cultural.

Más bien dejo de amargarme ante la inevitable costumbre de escuchar en el minibús, que es mi medio de transporte ordinario, batiburrillos que idiotizan al conductor y entusiasman a una parte de los pasajeros, y vuelvo a esa obra cumbe de la historia de la música que solo un genio pudo haber compuesto. No puedo hablar de la estructura de esta colosal melodía porque incurriría en audaces consideraciones seguramente, pero puedo hacerlo de su belleza melódica; de su influencia hasta doscientos años luego; de esa perfecta integración entre la voz humana y la música instrumental. Mucho, por tanto, puede decirse de la extraordinaria genialidad para incorporar a lo que de por sí ya era una obra maestra en lo musical, la creación literaria de otro grande: Friedrich Schiller y su Oda a la alegría.

Por eso la Novena sinfonía es una obra de arte total. Y es que la gestación de ella fue de muchos años. Aun su composición misma fue de varios años por encargo de la Sociedad Filarmónica de Londres. Es, en resumen, la pieza perfecta, inspirada en la fraternidad y la alegría, en los principios de la Revolución francesa y de la ilustración, trascendiendo a su tiempo y a las leyes de la física, de la lógica y de todo raciocinio elemental; es que Beethoven va más allá de lo natural porque, atormentado por una sordera que arrastró hasta su muerte, se impuso, pese a razonables y tenaces oposiciones, para dirigir en la capital eterna de la música culta, Viena, a más de 150 músicos y un coro que con el paso de los años se transformó en un símbolo de la alegría.

Doscientos años de esa memorable noche del 7 de mayo de 1824, en que el virtuoso autor no pudo siquiera enterarse del ensordecedor aplauso por lo que tuvo que ser asistido para voltearse ante el frenético público y agradecer la ovación que parecía no tener fin y ser interrumpida por contrariar las costumbres reales de su tiempo. Fue su última aparición pública.

 

Augusto Vera Riveros es jurista y escritor.

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