sábado, agosto 31, 2024
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Con sus manos callosas

Ernesto González Valdés

Estaba en la peluquería, a donde voy cada tres semanas, a pesar de mi escasa cabellera, y me comentaba el joven barbero que había visitado, después de año y medio, a sus abuelos en una zona rural alejada de la ciudad, en un pueblo muy pequeño, de unos 9.000 habitantes.
Me dijo que su llegada al pueblo era todo un espectáculo, «llegó el nieto de…», decían. Su visita la llevó a cabo en medio de las fiestas patronales, en las que tuvo que participar, por supuesto en la medida que me relataba las costumbres de todo un pueblo con fervor católico, con bailes, juegos y otros. Mi imaginación traducía la fiesta popular con colores, música, sonrisas, alegría al menos “en modo virtual”, haciendo uso del vocabulario actual, ligado a la tecnología.
No podía faltar la siguiente pregunta al especialista en corte de cabello (en serio): «¿Y tus abuelos no vienen a la ciudad capital?, «Sí, respondió», «…pero no les gusta mucho, vienen por muy corto tiempo a visitar a la familia, a otros hermanos, nietos y tal vez durante un par de días, pues se muestran desesperados por regresar a su terruño».
Continuando con el diálogo, lo que hacía que el corte de pelo fuese aparentemente más rápido del habitual, continúe: «¿a ellos no les gustaría vivir en la ciudad?». Me respondió: «No les gusta el ruido, la inseguridad ciudadana, ver a personas que no se saludan, que viven apurados. Además, extrañarían levantarse y no observar el verde de las montañas, el rocío de la mañana, y trabajar (a pesar de la edad de mi abuelo), la siembra y recolecta de maíz, el café hecho con leña, por mi abuela».
Y a pesar del temor que yo tenía de perder una oreja por la conversación… él seguía: «¿sabe qué?, para abuelo lo peor de todo es ponerse calzado de cuero, le aprieta, le cuesta acordonarse los mismos, y por ello lo que más le gusta son sus sandalias toscas, y cuando puede hasta anda descalzo».
«¿Es muy mayor tu Tata?», le pregunté. «Y sí!», fue su respuesta, «nunca fue a la escuela, si le viese las manos, son gruesas, callosas, como hombre de trabajar la tierra, al fin y al cabo, pero a pesar de no saber leer ni escribir, no hay quien le gane en el arte de tener productivos sus pedacitos de tierra donde cosecha».
Ya terminado el corte (la oreja seguía ahí), el tiempo había sido el mismo, mientras seguía girando el poste de barbero, le agradecí por hacerme saber mucho de su familia, hasta le pide que le enviase un saludo de mi parte a su Tata.
Ya en busca de la salida, para dirigirme a casa, pensé… pronto llegaremos al primer cuarto de este siglo y aún seres humanos siguen sin asistir a la escuela, –no es un deshonor trabajar la tierra–, ¡pero tanta pobreza, inequidad!».
¡Cuánto nos queda por hacer entender que la Educación debe llegar a todos los rincones de nuestro planeta!

El autor es Licenciado en Ciencias Pedagógicas.

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