Es motivo de profunda preocupación, especialmente al observar cómo los incidentes violentos en las instituciones gubernamentales reflejan una decadencia en la cultura política del país. Hace poco en la Asamblea Legislativa Plurinacional (ALP), especialmente durante la elección del jefe de bancada departamental del MAS-IPSP de La Paz, hubo una escena vergonzosa. Las facciones “arcista” y “evista”, en lugar de buscar una solución a sus diferencias mediante el diálogo y el debate, optaron por recurrir a la violencia física, evidenciando la falta de respeto por las normas democráticas y la integridad institucional, que deben prevalecer en una sociedad civilizada.
Este incidente no es único, sin embargo, es una parte de una tendencia preocupante que ha surgido en la política boliviana en los últimos años. La violencia, ya sea verbal o física, se ha convertido en un recurso frecuente para resolver conflictos, lo cual muestra un menoscabo en el sistema democrático y en el respeto mutuo entre los actores políticos. La aceptación de la violencia es un claro indicador de la debilidad de nuestras instituciones, las cuales deben ser fundamentos sólidos en la resolución pacífica de conflictos. El comportamiento de nuestros legisladores en el salón Marcelo Quiroga no solo fue vergonzoso por las agresiones físicas y empujones, sino también por el secuestro virtual de un legislador.
Estas acciones son una violación directa a la dignidad del cargo que ocupan, lo cual mina la confianza de los ciudadanos en sus representantes. Un legislador, más allá de ser solo un político, debe ser un modelo de conducta y un ejemplo de respeto por los procesos democráticos. Cuando los legisladores recurren a la violencia, transmiten un mensaje destructivo sobre la resolución de conflictos a la ciudadanía. Es imprescindible que los líderes políticos tomen conciencia del grave daño que estas acciones violentas causan no solo a la gobernabilidad interna, sino también a la reputación internacional. La discrepancia de opiniones es elemental en una democracia saludable, pero estas diferencias deben ser tratadas con respeto mutuo y respetando los procesos institucionales. La violencia no es una solución, sino que empeora las divisiones y debilita las instituciones democráticas.
Como sociedad, debemos exigir un cambio de actitud a nuestros representantes. No podemos permitir que la violencia se convierta en una práctica común en la política boliviana. La violencia no solo degrada a los responsables, sino que también socava la credibilidad del sistema político en su totalidad. Si continuamos permitiendo que los legisladores recurran a la agresión para resolver sus diferencias, estamos contribuyendo al deterioro progresivo de nuestras estructuras democráticas. La madurez política es un requisito indispensable para cualquier sistema democrático que aspire a ser justo y equitativo. Los legisladores deben demostrar su capacidad para priorizar el diálogo y la búsqueda de consensos sobre sus intereses partidistas o facciones internas. Solo respetando las normas del juego democrático podemos asegurar una convivencia pacífica y constructiva, donde los desacuerdos se resuelvan a través del debate y no mediante la violencia.
La construcción de una Bolivia más justa, democrática y próspera demanda un compromiso sólido con los principios democráticos y el estado de derecho. Para superar la vergüenza actual y construir un futuro más esperanzador, es importante que tanto los políticos como la ciudadanía reafirmen su compromiso con los valores primordiales que sustentan una democracia verdadera. Solo de esta manera podremos superar la violencia y progresar hacia un futuro político más estable y constructivo para todos los bolivianos.
El autor es politólogo-abogado y docente universitario.
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