El aire es escaso, pero el estadio ruge, al final del partido un empate, un revés que empaña el sueño. Un país pequeño, olvidado en los mapas de las potencias, anhela llegar a un mundial que lo sitúe bajo los reflectores del mundo. En el campo, once jugadores, pero en las gradas y las calles, millones de corazones bolivianos laten con el mismo ritmo, como si un gol fuera capaz de encender las luces en la oscura sala de una economía estancada.
Los logros deportivos tienen un efecto sorprendente en la economía, especialmente en países con dificultades económicas. No porque resuelvan problemas estructurales, sino porque estimulan el consumo emocional. Un equipo nacional en el Mundial de Fútbol puede disparar las ventas de camisetas, televisores, banderas, y hasta cervezas en días de partido. Los bares se llenan, las tiendas de artículos deportivos duplican sus ingresos, y los medios de comunicación recaudan cifras históricas por publicidad.
Un estudio del economista Marco Mello, de la Universidad de Surrey (Reino Unido), demostró que ganar una Copa del Mundo puede añadir al Producto Interno Bruto (PIB) del país campeón 0,25 puntos porcentuales en los dos trimestres posteriores a la conquista. El Foro Económico Mundial (WEF por sus siglas en inglés) resalta los beneficios económicos que reportó el último mundial en Qatar, haciendo énfasis en los millones de dólares que se reparten en premios y cómo ese dinero llega a las economías de los países participantes.
Pero más allá de los fríos datos, el impacto también se siente en lo intangible. La alegría colectiva funciona como un “shock emocional”, elevando temporalmente la confianza del consumidor. Las familias que a diario deben hacer malabares con el presupuesto, de pronto encuentran justificación para gastar un poco más. Ese televisor nuevo, esos zapatos deportivos de marca, o incluso la cena para ver el partido parecen pequeñas inversiones en felicidad compartida.
En un país como Bolivia, donde las tensiones económicas a menudo dominan el panorama, un éxito deportivo puede ser un respiro para la sociedad. La crisis del tipo de cambio o las dificultades en el sistema financiero quedan temporalmente eclipsadas por la esperanza que el deporte trae consigo. En las calles, los debates dejan de ser sobre inflación o deuda externa, para centrarse en tácticas, goles y héroes nacionales. Es como si la ilusión de pertenecer a algo más grande —a un equipo que no juega solo fútbol, sino también orgullo nacional— pudiera calmar las aguas agitadas.
Sin embargo, la euforia deportiva también puede ser un espejismo peligroso. El masismo puede aprovechar estos momentos para desviar la atención de los problemas reales, camuflando decisiones polémicas entre las noticias de los deportes. Por otro lado, el impacto económico a menudo es temporal y se limita a sectores específicos. Sin políticas sólidas que transformen ese impulso en algo duradero —como inversiones en infraestructura deportiva o promoción del turismo asociado a la identidad nacional—, el efecto se diluye tan rápido como la espuma de una cerveza después del pitazo final.
El fútbol, como la economía, es un juego de largo plazo. Si bien una victoria, puede inspirar a un pueblo entero, los tropiezos no significan el final del sueño, es la constancia y el trabajo lo que transforma la ilusión en progreso real. Aun así, no podemos negar que, por unos momentos, la victoria deportiva permite soñar con un país mejor. Porque en ese grito de gol no solo hay celebración, también hay esperanza y donde existe esperanza se puede amagar todas las trampas del destino.
El autor es Analista económico y financiero.