Una votación unánime, acompañada de una cerrada ovación, clausuró la Asamblea general y extraordinaria de las Naciones Unidas. El sueño del hombre se elevaba desde las multitudes siguiendo el sendero de la esperanza y hoy, en la imponente sala de sesiones, se materializaba en cada letra del acta aprobada. Era uno de esos momentos en los que se cree que el lenguaje del corazón no es tan sutil como para no poder expresarlo en letras de molde, y parece que, al evidenciar este sentimiento en forma escrita, de modo preciso y explícito, este movimiento del alma pasaba al papel convertido en palabras indestructibles. Las guerras serían cosa del pasado, la muerte atómica se expulsaría del planeta en inmensos cohetes que, por miles de años, en un viaje sin retorno, viajarían rumbo al Sol.
El temor a una futura, pero no lejana, hecatombe nuclear y la constante incertidumbre sobre la desintegración de la Tierra, producida por el material atómico, de seguro a emplearse por las potencias en pugna por el dominio internacional, desencadenó grandes movimientos sociales que día a día cobraron mayor peso en el mundo y su poder se hizo palpable en el puño de los jóvenes, los obreros y los campesinos. Pleno poder de las multitudes que arrastraban consigo un claro jirón del día rasgando la noche. Recias oleadas humanas destrozaban los retenes fronterizos para unir sus protestas en el único lenguaje por todos reconocido: El de las manos estrechadas. Símbolo.
Estos movimientos sociales, repetidos por años en cada uno de los países, a un costo humano muy elevado, obligaron al Consejo de Seguridad de las Naciones Unidas a presentar un proyecto a su Asamblea General, la cual aprobó por encargo de sus miembros “La desaparición de los límites fronterizos, la total y definitiva erradicación de la guerra y el acuerdo eterno por la paz y la concordia en todo el mundo”.
Pasados los días de euforia y carnaval que sucedieron al tratado, en los que las academias de las lenguas, en un gesto solidario, decretaron la abolición de las palabras ‘Guerra’ y ‘Frontera’ de los diccionarios y mientras los niños se encontraban, en las calles, quemando mapas geográficos, fue que las miradas se dirigieron, incrédulas, al centro de las plazas públicas. Allí, allí estaban ellos, hacía apenas algunas décadas que abandonaron los caballos por tanques y carros de asalto, con las armas como si fuera apéndices del cuerpo. Allí estaban, surcando los cielos, envenenando el silencio con el fúnebre anticipo de sus aviones de combate, agazapados en el interior de sus uniformes, escondidos bajo pinturas de guerra estaban los señores del exterminio, apocalípticos seres de la muerte, llamando la atención de sus insurrectos esclavos: “Conciudadanos… un país necesita sus fronteras, necesita de sus límites para salvar a la Nación de las injerencias foráneas, de la alienación extranjera, para mantener su cultura y sus sagrados preceptos cívicos. Por ello, y para honrar la memoria de nuestros mártires nacionales, es que les decimos que un país necesita de un ejército para restaurar sus fronteras, sin fronteras no hay países y sin límites no hay conflictos; las guerras son nuestra pasión, oficio y beneficio; sin guerras los militares no tendríamos por qué existir y nosotros –acotaban enfáticamente – no sabemos hacer otra cosa y creemos que es muy tarde para aprender… y porque Dios nos ayudará por siempre, a mantener en alto el estandarte de la Patria y la seguridad de sus hogares, es que pedimos a ustedes, nuestros hermanos, nos comprendan, nos apoyen y nos protejan, como nosotros protegemos a la Nación, de otro modo y sin atenuantes ¡lucharemos! ¡Cuidado con la ira del soldado!”
La paz, tan anhelada, no iba a concretarse tan fácilmente con un simple tratado. El supuesto estado de ecuánime insensibilidad, miedo y conformismo ataraxia de nuestro siglo que se vivía hasta entonces, estalló. Explosión que disiparía, violencia que alumbraría.
La lucha fue sangrienta, se combatió en las aceras, en las esquinas, en los edificios, en el monte y la montaña… se combatió en los trigales, tiñendo los granos de rojo, en las grandes ciudades destruyendo museos y monumentos en cada bombardeo. Por fin, después de treinta días de terribles batallas, desertaron los soldados del planeta entero, incluso cabos y dragoneantes. Sintiéndose desamparados los oficiales, de alta y baja graduación, se replegaron a una pequeña isla del Atlántico que les fue cedida a cambio de su rendición.
Con ellos se llevaron sus armas y sus diplomáticos con levas, chisteras y sus negros maletines; se llevaron sus capellanes para que bendigan sus estandartes y sus inmaculados sables y, también, para dedicarle batallas a alguna hermosa virgen. Cargaron con sus amantes, con sus prostíbulos y sus relucientes botas; al tratar de ponerse de acuerdo sobre quién de ellos gobernaría su isla nación se mataron entre todos. Hoy, al cabo de veinte años de la firma del tratado de la concordia, el último de estos hombres se pasea por las solitarias avenidas de su estropeada nación, viste un uniforme limpio y liso como sus días, una gorra de visera de charol y arrastra una tristeza enorme en los ojos.
El cuento de los cuentos
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