viernes, diciembre 27, 2024
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Las librerías de barrio

Hace unos años lamenté la lenta y sin pausa desaparición de las farmacias barriales donde cada boticario conocía los males que aquejaban a un cliente y le daba consejos fraternales mientras entregaba el medicamento. Las cadenas, a pesar de su origen familiar, engullen a los pequeños establecimientos y alejan imágenes de nuestra infancia.
Lo mismo sucede con las librerías de barrio; esas islas de tesoros infinitos son sólo fantasmas. Escondidas en un estante de supermercado o en alguna vitrina vendelotodo han perdido su encanto y no marcan recuerdos en los compradores.
Ahora, Día de las Madres (27 de mayo), quiero recordar a dos mujeres extraordinarias que marcaron mi niñez devoradora de letras a través de una librería de barrio.
En primer lugar, mi madre Beatriz de la Vega Rodríguez, amante de los libros y de las revistas desde su propia niñez. Algún pariente en Cochabamba tenía su negocio librero, donde a veces atendía su primo Oscar de la Vega y ella compraba sus antojos. En La Paz, habitante pionera en “El Montículo”, Beatriz esperaba ansiosa al cartero que traía los últimos ejemplares de las ediciones argentinas con aventuras en “El Tony” y otras de historietas o de novedades cinematográficas; folletines con dramas románticos.
Ella publicó poemas en el anuario estudiantil del colegio “Inglés Católico” y organizó el grupo cultural de señoritas de Sopocachi. Gustavo Medinaceli la invitó a participar en “Gesta Bárbara”, antes de su hermano, el escritor y bardo Julio de la Vega. Aunque redactó una breve novela, el casamiento y los muchos hijos la alejaron de la narrativa, aunque jamás de la lectura cotidiana y voraz.
En algún momento entró en relación con otra madre, Corina Camacho viuda de Molina, quien atendía en la librería del barrio, en la Avenida Ecuador, entre Pedro Salazar y Belisario Salinas. Un local pequeño que desde 1958 a 1984 jugó un rol central en los sueños de la familia Cajías.
La señora Molina conocía los gustos de los hermanos que esperaban ansiosos la llegada quincenal- creo que los miércoles- de las revistas de Editorial Novaro: “Vidas Ilustres”, “Grandes Viajes”, “Mujeres Célebres”, “Joyas de la Mitología”, “Vidas Ejemplares”. Me gustaba pedir permiso a mi mamá para ir a reservar el ejemplar a primera hora porque otros chicos del colegio también esperaban ansiosos esos cofres divertidos.
Doña Corina nos atendía cariñosamente y anotaba en su cuaderno cuántas revistas llevábamos porque mi padre pagaría la cuenta a fin de mes. Era el goce inmenso del asombro, del descubrimiento, de aprender de memoria biografías insólitas de escritores, de héroes, de dioses. Cada uno podía leer muchas veces cada tomo. Es curioso cómo se recuerdan más esos aprendizajes que combinaban lectura, ocio y placer, que otros formatos más estandarizados, incluso audiovisuales.
Eran redes sociales acompañadas con el saludo amable, la sonrisa, la búsqueda, la toma de decisiones, la elección, la responsabilidad de escoger la mejor oferta del día.
La librería de los Molina ofrecía, además, otros baúles fantásticos: cuadernos rayados, libretas cuadriculadas, el tintero, el papel secante, el papel carbónico, la goma para borrar, el tajador y, sobre todo, lápices, lápices negros, lápices bicolores al entrar a secundaria y lo más esperado al cumplir doce años: ¡la caja grande de lápices de colores!
Revistas, cuadernos, lápices, la trilogía que marcó mi designio.

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